No hay como un buen aniversario para que todo el mundo descubra de golpe lo que ha venido pasando por alto constantemente. Estos días se ha hablado del 25 aniversario de Vladímir Putin en el poder en Rusia y, de pronto, algunos han descubierto que no es un demócrata y que su imperialismo medio zarista, medio soviético es una amenaza para Europa. Putin se hizo con el poder en Rusia un 31 de diciembre de 1999 y ahora sabemos que el verdadero efecto 2000 que había que temer no era la caída abrupta de nuestros sistemas informáticos sino la degeneración constante y ordenada de las libertades y el pensamiento democrático.
Durante dos décadas, el presidente ruso ha actuado dentro y fuera de su país laminando los derechos, socavando la estabilidad de sus vecinos y generando un círculo de intereses económicos y militares. No le escuchamos en ese tiempo gritar que se fuera a anexionar Groenlandia o el Canal de Panamá, como hace ahora Donald Trump, pero a cambio ha puesto pie en territorios ajenos utilizando a las minorías rusófonas como quinta columna de sus intereses geoestratégicos. Lo de Ucrania es parte de una estrategia de socavamiento de todo lo que, en el mundo postsoviético, no siguiera siendo satélite de Moscú.
Lo más curioso del devenir del personaje es que coinciden en su estela quienes aplauden que es modelo de éxito para el capitalismo autocrático y quienes ven el ideal de una sociedad igualitaria –en la miseria– acaudillada por el líder supremo. Banderas rojas y bombers negras. Unas y otros nutren el activismo populista que reniega de las democracias liberales y las denostan amparados por sus estructuras de derecho. En el paraíso de Putin no durarían un asalto. Que prueben.